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viernes, 8 de mayo de 2009

Historia de una letra (1.0)



Historia de una letra


Cecília Meireles

[versión 1.0]

Mucha gente me pregunta si dejé de escribir mi apellido con doble ele debido a la reforma ortográfica y, cuando estoy con pereza para explicar, digo que sí. Pero hoy tomo coraje, me abalanzo a confesar la verdad, que tal vez no interese sino a mis posibles herederos.

La verdad nunca es simple, como se imagina. Y, en primer lugar, debo decir que mi apellido simplificado sólo vale en la literatura. En los documentos oficiales prevalece la forma antigua y a mí me gusta tanto la tradición que no me importaba nada cargar con una épsilon, una th, todos los obstáculos posibles que arrugan y pliegan un idioma.

Por otro lado, las reformas ortográficas son siempre tan arrevesadas que ya perdí las esperanzas de estar algún día completamente en condiciones de escribir sin errores, descansando así del tipógrafo y del revisor, que son los grandes responsables por nuestras faltas y de nuestras glorias. No fue, por lo tanto, por afecto a las reformas que sacrifiqué una letra de mi nombre. La historia es más inverosímil.

Todos en la vida atravesamos ciertas crisis. Debería escribirse sobre la génesis, desarrollo, apogeo y fin de las crisis. Si una persona está sin empleo, lo natural es que se emplee. Si está enferma, lo natural es que muera o se cure. Pero el fenómeno de la crisis es importante precisamente por ser lo contrario de lo natural. De modo que si la persona está desempleada, no hay manera de que consiga empleo, y si está enferma, no hay manera de que se cure, etc…

Las crisis son muy varias. Hay crisis sentimentales, económicas, de inspiración, de talento, de prestigio –y el pueblo clasifica esa situación, que, en su sabiduría, ya observó, con el fácil nombre de mala suerte.

La mala suerte no es lógica. Esto es lo que la vuelve desesperante. La persona sale de casa, bien con su conciencia, con las facultades mentales en perfecto orden, los músculos, los nervios, todo bien gobernado, atraviesa la calle como un ciudadano correcto, observando el semáforo y, cuando llega al otro lado, lo golpea en la cabeza un ladrillo que un operario, inocente, dejó caer del séptimo piso de una construcción.

Naturalmente, todo el mundo ha reflexionado sobre las razones secretas de esas cosas inexplicables. Y fue así que, con el correr del tiempo, se llegó a la caracterización de un cierto número de hechos y objetos que sirven de preanuncio a la mala suerte: espejos rotos, relojes parados, sal caída en la mesa, zapatos dados vuelta, tijera abierta, gato negro, mariposas, viernes trece, mes de agosto, gente zurda y estrábica, vestido marrón, para sólo hablar de los principales.

Penetrando más en el estudio de todas esas supersticiones, personas entendidas han procurado explicarlas por las correlaciones existentes con las creencias del paganismo, estas a su vez basadas en el empirismo y en la ignorancia de nuestros antepasados, y así en adelante, lo que no impide que las personas todavía hoy se persignen, cuando bostezan, para que el Demonio no les obstaculice algún matrimonio, y no se acuesten con los pies hacia la calle, y no hagan muchas otras cosas, sólo por el miedo a las consecuencias ocultas.

Otras personas, igualmente entendidas, dan rumbo distinto a sus estudios, descubren el entrelazamiento de las causas y los efectos universales, llegan hasta afirmar que todo cuanto nos acontece en esta encarnación es fruto remoto de encarnaciones anteriores, y respetan lo que dice un proverbio oriental –que el simple rozar de la ropa de un transeúnte, en nuestra ropa, es indicio de alguna proximidad de vidas, en tiempos inmemoriales.

Y están los que siguen el camino de los astros y con una circunferencia, unas rectas, unos planetas, unos cálculos, dicen y predicen nuestros destinos, con todas sus inesperadas trayectorias.

Y están los que leen las líneas de las manos y cuentan nuestros viajes, nuestros padecimientos de hígado, lo que vamos a hacer de aquí a veinte años y el minuto en que empalidece nuestra estrella…

Está claro que creo en todo eso. Yo justamente creo en todo. Creo hasta en lo contrario de eso. Mi facultad de creer es ilimitada. No comprendo por qué las personas creen en unas cosas y en otras no. Todo es creíble. Principalmente lo increíble. No estoy haciendo una paradoja. La vida ya es por sí misma paradojal, a condición de que no sea vista apenas por la superficie.

Pues bien, una vez, todas las cosas comenzaron a correr contra mí. Haciendo la más profunda y leal introspección, estoy muy segura de que no merecía tanto. Si me ponía ropa blanca, llovía; si necesitaba ver la hora, el reloj estaba parado; muchas cosas pequeñas, así como otras mayores, ya con intervención humana, y que, por eso, no es necesario contar.

Entonces, considerando que tal concordancia de acontecimientos desagradables debía tener una razón secreta, me puse a buscarla.

Al contrario de lo que generalmente se hace, comencé por atribuir a mí misma la razón de mis males. Es cierto que todos tenemos muchos defectos. Pero nunca me di el lujo de tener tantos que justificasen la conspiración que había contra mí.

Admitida mi inocencia, pasé al examen de las circunstancias que por azar estuviesen bajo mi responsabilidad. Ni espejo partido ni vestido marrón ni gato negro ni número fatídico en la puerta.

Y así yendo de observación en observación, y consultando a algún conocido –y nuestros conocidos siempre saben esas cosas ocultas y si no nos ayudan con sus luces es por timidez y por no creerlo el momento propicio- pasé a analizar mi nombre.

Me olvidé de decir que estaba dispuesta a todos los despojamientos. Si la culpa fuese de algún mal sentimiento, de alguna acción malvada, yo me castigaría enérgicamente. E incluso para estimularme recordaba el ejemplo de aquella señora americana que se arrancó un ojo y se cortó la mano, convencida de que esos dos fragmentos de su cuerpo estaban dañando su alma.

Fue en esa ocasión que me explicaron el valor cabalístico de las letras y la razón por la que muchas personas cambian de nombre, reemplazando aquel que les fue dado por otro en que haya una combinación de valores más favorable a sus destinos.

Todos los conocimientos ejercen una profunda seducción. Quien consiguiese saber todo sería igual a Dios. Por eso es que muchos opinan que es mejor saber lo menos posible, para no tener la misma suerte de Eva, que luego del principio del mundo arruinó el Paraíso con el pecado del saber.

Digo esto porque un tratado de biología me atrae con la misma fuerza que un volumen de ciencias ocultas, y los números y las letras me parecen tan organizados, tan sensibles, tan vivos, tan poderosos, en fin, como un animal, una planta, un átomo.

Naturalmente, desmonté mi nombre, pieza por pieza, calculé, pesé, reflexioné, debo haber llegado a alguna conclusión que ya no recuerdo, y no tengo la impresión de que mis cálculos fuesen tan desfavorables. Pero, de un modo u otro, como había una letra disponible, creí mejor sacrificar esa letra.

Están los que sacrifican a los hijos, a los carneros, a las aves, y están los que sacrifican su corazón. Sacrifiqué el mío. Porque me gustaban todas mis letras, fervorosamente. Tener que cortar una no fue así cosa tan fácil como las reformas ortográficas ordenan. Una letra es un signo, es una cosa misteriosa que las generaciones vienen cargando consigo, modificando de tanto en tanto, por mano inexperta, por súbito olvido, por ignorancia de algún escriba prestado.

Me dio un trabajo muy grande quedarme sin esa letra. Cuando miraba mi nombre sin ella, sentía como si me faltase un pedazo, como si estuviese realmente mutilada, sin la mano o sin el ojo. Consolaba a la letra perdida. La escribía sola, de lado, le sonreía, le contaba cosas, para distraerla. Todo era muy infantil y muy triste. La pobrecita quedaba atrás y me daba saudade.

Recapitulando estas cosas, siento que me entristezco, y preciso recobrar mi fuerza de voluntad para no alterar otra vez el apellido.

Al final, como último trabajo convincente, establecimos este acuerdo. La letra no quedaría perdida: sería usada en los documentos oficiales, en esos lugares respetables en que la firma es la garantía de nuestra persona recibiendo y pagando los lugares que vemos que merecen la consagración y la estima unánimes de nuestros compañeros humanos.

En cuanto a las cosas literarias, esas efímeras cosas por las cuales vamos muriendo día a día, no son tan graves que precisen de la firma auténtica, de aquella firma por la que los jueces nos pueden preguntar un día, blandiendo un papel pavoroso y fulminante: “Confiesa, bandido, ¿fuiste tú quien firmó este documento?”. No, las cosas literarias no llegan a ese punto. Lo máximo que nos puede acontecer es que quiten el nombre que escribimos al final y lo substituyan por otro, sin juez, sin fulminación, sin defensa…

De este modo, la letra abandonada y yo nos abrazamos tiernamente y nos separamos. Como era una letra suave, habrá querido decir con su romanticismo: “Sólo quiero que seas menos infeliz. ¡Te acompañé durante tanto tiempo! Tuviste tanta dificultad en aprender a escribirme… Pensabas con inocencia en el misterio de las letras dobles… Sentías orgullo, en la escuela, por esa letra doble en el nombre… Pero tal vez ya esté pesando demasiado en tu vida. No te quedes triste. Adiós…”.

Me quedé muy triste. Me faltaba la letra. Ya no era como si me faltase un pedazo de mí, --sino un pariente, un amigo extraordinario.

Mi vida, entonces, cambió tanto que, por más saudade que me venga de esa letra perdida, no me animo a hacerla volver.

Y esta hecha la confesión. Como se ve, es una historia larga, que no se puede repetir a cada instante. Principalmente porque es una historia íntima y nadie debe cortar las letras de su nombre sólo por haber visto a otras personas hacerlo. Y queda explicado para siempre que firmo de este modo por motivos sobrenaturales, fantásticos, como quieran, pero no por la reforma ortográfica, además de ser muy cautelosa con los nombres propios, respetándolos tanto cuanto me parece que deben ser respetados, principalmente por los misterios que dentro de ellos van navegando.

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